Es propio de mi naturaleza dejar las cosas por la mitad. Si digo cuantos guiones o cuentos empecé y abandoné nadie me creería. Pero no voy a hablar de eso, sino del increíblemente funcionamiento de la imaginación. La otra noche estábamos cenando en familia por las fiestas y en medio del brindis había parientes revoleándose bombachas. Un rato antes habíamos hablado con Kevin a cerca de los procesos mentales previos a sentarse a escribir. Frente a esa escena y mientras registrábamos el momento en fotos, le digo a Kevin “si esto no nos sirve de inspiración…”.
Dos cosas sostengo: a) siempre es ficción y b) siempre hay un algo de autorreferencial. Quien pueda escapar de esto, tiene mi más sincera admiración.
Las cosas que a uno lo pueden motivar son tan diversas y a veces tan incoherentes que uno no tiene más remedio que echarle la culpa a su propia cabeza. Por ejemplo, uno de esos guiones inconclusos está basado en una visión que tuve escuchando un tema de Eric Clapton. ¿Cuántas veces había escuchado Change the world antes de que se me ocurriera esa historia? ¿Cincuenta veces, doscientas veces? Tiene que deberse entonces al estado emocional de uno, a un cortocircuito cerebral. Si tan solo uno pudiese switchear sus neuronas para que trabajaran un poquito más, ¡cuántas cosas fantásticas podríamos haber hecho ya!
Es verdad que por más que la inspiración a uno lo haya inundado, a veces es la voluntad lo que nos jode. Ves como los archivos de Word te miran por meses, reclamando una resolución. Encontrás papeles en cuadernos viejos, pasas por el bar en el que se te ocurrió la mejor idea tomando un submarino con un amigo. Y uno se siente culpable, lo que lleva a que duerman por unos meses más. Llega un momento, en mi caso al menos, en el que releo lo poco que había avanzado y ya no me gusta. Yo ya se que si tuve un rush de inspiración y no hay nada concretado en las primeras setenta y dos horas, he dejado pasar una vez más una idea. Me imagino a la idea agitando un pañuelo azul, despidiéndose de mí, tomándose un barco que se hace cada vez más chiquito. Es ahí cuando me despierto a las cuatro de la mañana y agarro el cuaderno que guardo en la mesita de luz, y escribo algo que a la mañana siguiente me costará un huevo entender: algo es casi siempre mejor que nada.