martes, 1 de diciembre de 2009

Cadenas de cobre

Cuando no hay luz el ser humano promedio se desespera. Si tenes suerte y es de día te asomas a una ventana y haces esas cosas para las que nunca hay tiempo: una partida de Rapigrama con tu hermana o una vuelta de Tutti Frutti. Pero algo molesta, un melómano soporta el silencio por poco tiempo. Recurrís a tu mp4 y lo pones en altavoces, como para no ser egoísta. Una sensación asqueante te corre por la espalda: sentís que en cualquier momento va a empezar a sonar reggaetón. Lo más triste es que no tenes luz y no podes culpar a Edenor: es tu viejo, que hace exactamente dieciséis horas está tratando de instalar un ventilador.

Si para peores es de noche, la situación adquiere ahora la adrenalina del peligro. La aventura de encontrar esas velas que sabes que tenés en alguno de los cuarenta y tres cajones de la casa tiene cierto encanto. Pero la emoción se diezma cuando las velas berretas se consumieron y empezas a encender las decorativas. La casa tiene ahora un olor a coco y a vainilla que te recuerda a esos restaurantes que se creen románticos.

Te acordas que tenes en la heladera un pollo que compraste hace tres días y tenes miedo de que vuelva a caminar por sus propios medios. También hay pickles misteriosos del último cumpleaños y un pedazo de flan. A éste último lo salvas de la descomposición y te pones a pelar unas papas en la oscuridad, te rebanas un dedo y metes todo al horno. A la media hora la baranda a pollo con esencia de coco te descompone. Aguantás un poco más, hasta que decidís que tu comida no tiene pulso y te entregas al placer de una cena a la luz de las velas. Brindemos por la magia de la electricidad, amén.

No hay comentarios: